jueves, 30 de octubre de 2014

EL AMOR A LA EUCARISTÍA. Beato Ángel de Acri


El Beato Ángel de Acri, fraile capuchino, fue un incansable propagador de la devoción al Santísimo Sacramento, no dejando pasar ocasión sin incitar al pueblo a la comunión frecuente, valiendose para ello de su prodigiosa habilidad e inagotable inventiva que hicieron de él uno de los apóstoles más notables de la Eucaristía. La devota práctica universalmente conocida con el nombre de «Las Cuarenta Horas» tuvo un éxito inmediato, gracias a la labor propagandista del Beato Ángel de Acri. Él mismo adornaba los altares y colocaba las flores y los cirios con exquisito buen gusto; organizaba procesiones eucarísticas y coros de adoración nocturna; y, sobre todo, encendía los corazones con su palabra cálida y con el ejemplo de su fervor. Puede decirse que el Padre Ángel vivía en la perpetua compañía de Jesús Sacramentado: sus visitas al sagrario eran tan frecuentes, que parecía no poder vivir sin acercarse de continuo a su Dios; la celebración de la santa misa era el acontecimiento más esperado del día, y se veía que en el altar hallaba un manantial de delicias y un descanso reparador de su incesante actividad. Por dondequiera que pasaba el siervo de Dios, quedaba, como recuerdo de su visita, un culto más fervoroso del Santísimo Sacramento: era el incendio de su alma que sembraba por todas partes chispas ardientes de amor. «¡Qué hermoso es amar a Dios!», repetía con frecuencia. Y esa frase llegó a hacerse familiar entre todos los amigos del Padre Ángel.
Un testigo ocular recuerda que la misa del padre Ángel «duraba a veces una hora, a veces hora y media»; y otro dice haberlo visto, «después de consagrado el pan y el vino, en la última genuflexión del cáliz, arrebatado en Dios durante un cuarto de hora, quedar fuera de sí y extático, y luego continuar el santo sacrificio»; haberlo visto «arrebatado en éxtasis en nuestros refectorios, en el coro, en las adoraciones del Santísimo, y, al celebrar la santa misa, quedar extático por el espacio de media hora, de manera que continuaba exánime en aquel mismo modo y lugar en que se hallaba... y luego, despertándose, repetía frecuentemente estas palabras: "¡Qué bello es amar a Dios!"». Fue visto «quedar en éxtasis alrededor de una hora, con la cara y las manos vueltas al cielo, especialmente cuando impartía la bendición con el Santísimo en la mano».