miércoles, 22 de octubre de 2014

LA VOCACIÓN DEL CRISTIANO ES LA SANTIDAD. Homilía en la Fiesta de San Juan Pablo II

Todos los aquí presentes hemos conocido al Papa Juan Pablo II. Este Papa ha marcado a toda nuestra generación pues su pontificado ha sido de los más largos de la historia.  
Todos recordaréis como en los días desde su muerte hasta su sepultura, muchos en Roma, decían aquello de ¡SANTO SUBITO, SANTO YA! Podemos preguntarnos si la Iglesia, ya que está gobernada por hombres con virtudes y defectos, con respetos humanos, con condicionamientos históricos y personales, se ha podido dejar llevar por un cierto sentimentalismo o por una cierto entusiasmo febril a la hora de juzgar apresuradamente sobre la santidad de este papa.
La santidad de Juan Pablo II no se basa en haber sido Papa: ha habido muchos papas en la historia, y no todos han sido canonizados… es más: ha habido papas en la historia de la Iglesia muy poco o escasamente virtuosos… Uno por haber sido elegido Papa, no es santo. Y en esto tenemos un peligro los católicos: muchas veces divinizamos a las personas que ostentan los cargos. La visión cristiana de la autoridad tanto en la Iglesia como la autoridad civil es ver en ellas representantes de Dios; pero no sustituirlos por Dios, no ponerlo en su lugar. Son hermosas aquellas palabras del Papa Benedicto XVI después de presentar su renuncia ante los miedos y temores de algunos:Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo.”
Hay algunos –y aun se ha oído recientemente- que dicen: “Prefiero equivocarme con el Papa, a quedarme yo solo con la verdad”.  Cuando no somos capaces de hacer esta distinción entre persona y cargo, entre la función de representar y sustituir acabamos cayendo en idolatría, en dar culto a las personas… un error peligroso porque no tendremos la capacidad necesaria para juzgar y obedecer rectamente.
La santidad de Juan Pablo II no se basa tampoco en haber sido un personaje popular y querido por todos -o casi todos-. No se puede negar que su carácter y personalidad era atrayente. Tenía lo que solemos llamar “don de gentes”: su presencia, su hablar, su sonrisa… pero esto tampoco es la razón de que hoy lo veneremos entre los santos del cielo. Él mismo declaraba en alguna ocasión: “Soy el Papa más aplaudido de la historia, pero él menos seguido.”
La santidad de Juan Pablo II –como la de todos aquellos que están inscritos en el catálogo de los santos- se fundamenta en haber vivido con heroicidad las virtudes cristianas día a día. Y esto, ha de ser demostrado e investigado en el proceso de canonización que la Iglesia realiza con todos aquellos hijos que han muerto con fama de santidad.
Todos lo hemos conocido y tenemos grabadas en nuestra memoria imágenes, gestos, palabras de este santo. Creo sinceramente, que todos podemos dar testimonio de que era un hombre de fe con una confianza total en la providencia de Dios, un hombre de esperanza que en su misma vida desde joven llena de sufrimiento supo levantar su mirada a Dios y luchar por un mundo más justo y más humano donde hubiese lugar para Dios y su amor,  una esperanza que le permitió no ser vencido por las dificultades y los miedos pues sabía que Dios estaba con él. Un hombre de caridad: lleno de amor de Dios y celo por la gloria de Jesucristo, su corazón era universal no siendo indiferente ante el dolor del prójimo ni de los más pobres e indefensos. Un hombre de oración constante que rezaba y que enseñó con su propio ejemplo a jóvenes y ancianos, a adultos y a niños a rezar, a coger un rosario devoción tan denostada en los años 70 y 80.… Un hombre humilde ante Dios que sabía pedir perdón a Dios y también a los hombres incluso cuando no tenía culpa… un hombre que como Jesús en la cruz elevó su oración por aquellos que lo quisieron asesinar… y así, podríamos ir repasando cada una de las  virtudes cristianas…
El Papa Juan Pablo es un ejemplo de santidad para todos nosotros; y el mismo mientras ejerció el ministerio petrino recordó insistentemente a todos la llamada a la santidad y la exigencia de la vida cristiana. Algo que no era simple discurso moral, sino que él mismo creía y vivía. “La vocación del cristiano es la santidad, en todo momento de la vida. En la primavera de la juventud, en la plenitud del verano de la edad madura, y después también en el otoño y en el invierno de la vejez, y por último, en la hora de la muerte.” Él mismo definía la santidad de forma poética diciendo:
“La  santidad es levantar los ojos a los montes;
es intimidad con el Padre que está en el Cielo.
De esta intimidad vive el hombre consciente de su camino,
que tiene sus límites y sus dificultades.
Santidad es tener conciencia de ser custodiados, custodiados por Dios.
El santo conoce muy bien su fragilidad,
la precariedad de su existencia, de sus capacidades,
pero no se asusta, se siente igualmente seguro.
Los santos, a pesar de darse cuenta de las tinieblas que hay en ellos mismos,
sienten que han sido hechos para la Verdad …”


Acudamos confiados a la intercesión de nuestro hermano el Papa Juan Pablo II. Él desde el cielo nos mira y nos bendice.  Pidámosle que siguiendo sus enseñanzas y su ejemplo, abramos confiadamente nuestros corazones a la gracia salvadora de Cristo, único Redentor del hombre. Con sus mismas palabras también hoy nosotros decimos: “¡Oh Cristo! ¡Haz que yo me convierta en servidor, y lo sea, de tu única potestad! ¡Servidor de tu dulce potestad! ¡Servidor de tu potestad que no conoce ocaso! ¡Haz que yo sea un siervo! Más aún, siervo de tus siervos.”