lunes, 2 de noviembre de 2015

EL SEPELIO Y LAS ORACIONES COMO TESTIMONIO DE FE


HOMILÍA DEL OFICIO DE MAITINES SOBRE EL EVANGELIO DEL DOMINGO

2 de noviembre
CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS DIFUNTOS
Forma Extraordinaria del Rito Romano

Del libro de San Agustín, obispo,
sobre los deberes para con los difuntos.
Todo lo tocante a las honras fúnebres, a la calidad de la sepultura o a la solemnidad del entierro, constituye más un consuelo de los vivos que un alivio de los difuntos. De lo dicho no se deduce que hayamos de menospreciar y abandonar los cuerpos de los difuntos, sobre todo los de los santos y los creyentes, de quienes se sirvió el Espíritu Santo como de instrumentos y receptáculos de toda clase de buenas obras. Si las vestiduras del padre y de la madre, o su anillo y recuerdos personales, son tanto más queridos para los descendientes cuanto mayor fue el cariño hacia ellos, en absoluto se debe menospreciar el cuerpo con el cual hemos tenido mucha más familiaridad e intimidad que con cualquier vestido. Es el cuerpo algo más que un simple adorno o un instrumento: forma parte de la misma naturaleza del hombre. De aquí que los entierros de los antiguos justos se cuidaran como un deber de piedad; se les celebraban funerales y se les proporcionaba sepultura. Ellos mismos en vida dieron disposiciones a sus hijos acerca del sepelio o el traslado de sus cuerpos.
No hay duda de que el afecto que los fieles manifiestan para con sus difuntos más queridos aprovecha a aquellos que, viviendo aún, han merecido que todo les beneficie después de esta vida. Y cuando por alguna necesidad no sea posible sepultar los cuerpos, o sepultarlos en lugares santos, nunca hay que omitir los sufragios por sus almas. La Iglesia lo hace por todos los difuntos en la asamblea cristiana y católica, aun callando sus nombres, con una conmemoración general, de tal modo que, cuando los padres, los hijos, los parientes o amigos descuidan este deber, la única piadosa madre común los tiene presentes supliendo a todos. Pero, si faltan estos sufragios, que se hacen con fe recta y verdadera piedad por los difuntos, creo que no sería de ningún provecho para sus almas que los cuerpos sin vida estén enterrados en los lugares santos.
Estemos bien convencidos de que llegan a los difuntos por quienes ejercitamos la piedad las súplicas solemnes hechas por ellos en los sacrificios ofrecidos en el altar, las oraciones y las limosnas, aunque no aprovechen a todos por quienes se hacen, sino tan sólo a los que en vida hicieron méritos para aprovecharlos. Pero, porque nosotros no podemos discernir quiénes son, es conveniente hacerlos por todos los bautizados para que no sea olvidado ninguno de aquellos a los que puedan y deban llegar esos beneficios. En efecto, es mejor que sobren tales bienes a quienes ni pueden perjudicar ni aprovechar, antes que falten a quienes pueden necesitarlos. No obstante, cada cual pone tanto más celo en hacer todo eso por los suyos cuanto mayor es su esperanza de que los suyos hagan otro tanto por él. Los cuidados empleados en el sepelio del cuerpo no son un salvoconducto de salvación, sino un deber de humanidad según el sentimiento natural por el que nadie odia su propia carne. Por tanto es conveniente rendir todo el cuidado y piedad que se pueda en favor del cuerpo de nuestro prójimo, cuando haya salido de esta vida aquel que así lo hacía. Y si hacen todo esto hasta los que no creen en la resurrección de la carne, ¿cuánto más deben hacerlo los que creen que ese servicio aplicado a un cuerpo sin vida, pero que ha de resucitar y vivir eternamente, es en cierto modo un testimonio de la misma fe?