sábado, 17 de septiembre de 2016

CONSERVAR LA VIDA DE LA GRACIA: EVITAR EL PECADO VIRTUDES DE NUESTRA MADRE




CONSERVAR LA VIDA DE LA GRACIA: EVITAR EL PECADO
VIRTUDES DE NUESTRA MADRE
En una de las últimas meditaciones acerca de las virtudes de Nuestra Señora la Virgen hablamos a cerca de la importancia de conservar la vida de la gracia en nosotros recibida en el Bautismo. Un tesoro que llevamos en vasijas de barro por la fragilidad de nuestra voluntad y las consecuencias del pecado original en nosotros.
Para ir conservando y acrecentando esa vida de gracia, enumeramos una serie de medios positivos que eran: la oración tanto vocal como mental, la lectura y meditación de la Palabra de Dios, la recepción de los Sacramento (particularmente la Eucaristía y la Penitencia), la práctica de buenas obras, la aceptación y ofrecimiento de los sufrimientos, así como las obras de mortificación y  penitencia. Y, por último, como medio excelente para vivir y conservar esta vida de gracia, la práctica de la Esclavitud Mariana enseñada por San Luis María Grignon de Montfort y cuya finalidad es producir en nosotros una unión íntima afectiva y efectiva con nuestra Madre la Virgen siendo nuestra vida lo más semejante a la suya, así como la unión que existe entre la madre y el niño durante el embarazo.
Nuestra Señora, llena de gracia como ninguna otra criatura puede estarlo, no perdió ni disminuyó en nada su vida sobrenatural. Todo lo contrario, la vida de Dios en ella iba en aumento. Ella, inmune de la mancha original, gozo del privilegio de la impecabilidad –no cometió pecado alguno-  por la gracia en ella era inamisible  (no la podía perder). Pero a pesar de gozar de esas gracias singulares, María no se ensoberbeció en sí misma, no se creyó superior, no confió en sus solas fuerzas, no se dejó llevar por la pereza, la presunción o la acedia… Siempre Virgen orante, Virgen vigilante… con su lámpara llena del aceite de la caridad.
Nosotros en cambio, si no imitamos estas virtudes de la Virgen, podemos disminuir la vida de la gracia en nosotros o incluso llegar a la desgracia de perderla, de morir a la vida sobrenatural.  La vida de la gracia disminuye en nosotros por el pecado venial y se pierde totalmente por el pecado mortal.
Si realmente “conociésemos el don de Dios” –la vida de la gracia que nos regala- jamás nos atreveríamos a pecar.
Enseña el Catecismo (1855) y (1861): “El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. “El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno.” Hemos por tanto de evitar siempre y en toda ocasión el pecado mortal: porque con él lo perdemos todo, sería la ruina de nuestra vida.  
Con respeto al pecado venial, nos dice la Iglesia (1863): “El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral; merece penas temporales. El pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal.” Por tanto, si no queremos exponernos al peligro de arruinar nuestra vida, tenemos que evitar también el pecado venial.
Oigamos como dichas a nosotros, la exhortación que el apóstol San Pablo hace a los Efesios: “No lleguéis a pecar; que el sol no se ponga sobre vuestra ira. No deis ocasión al diablo. El ladrón, que no robe más… Malas palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno, constructivo y oportuno… No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios... Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed imitadores de Dios… vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor.... De la fornicación, la impureza, indecencia o afán de dinero, ni hablar; es impropio de los santos. Tampoco vulgaridades, estupideces o frases de doble sentido; todo eso está fuera de lugar. Lo vuestro es alabar a Dios. Tened entendido que nadie que se da a la fornicación, a la impureza, o al afán de dinero, que es una idolatría, tendrá herencia en el reino de Cristo y de Dios. Que nadie os engañe con argumentos falaces; estas cosas son las que atraen el castigo de Dios sobre los rebeldes. No tengáis parte con ellos. Antes sí erais tinieblas, pero ahora, sois luz por el Señor. Vivid como hijos de la luz…  Buscad lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien denunciándolas.  Fijaos bien cómo andáis; no seáis insensatos, sino sensatos, aprovechando la ocasión, porque vienen días malos. Por eso, no estéis aturdidos, daos cuenta de lo que el Señor quiere. (Cfr. Ef 4, 26-5,18)
“Daos cuenta de lo que el Señor quiere.” Vivimos en un mundo donde el pecado prolifera por todas partes, donde los modelos de vida que se proponen contradicen las enseñanzas de la Iglesia y las exigencias de los Mandamientos, donde la vida cristiana es minusvalorada y el esfuerzo por vivir conforme a la voluntad de Dios se considera locura o trastorno psicológico... Es cierto, ser cristiano no es fácil, vivir en la tensión y la vigilancia de la santidad es un esfuerzo constante que requiere paciencia y perseverancia. Pero confiados en Jesús, vale la pena. «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla? Quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de su Padre entre sus santos ángeles». (Mc 8, 34-38)
Vale la pena vivir en amistad con Dios. La mejor prueba es la Virgen. Ella es la obra perfecta y acabada de la gracia de Dios. La belleza, la santidad, la hermosura, la excelencia que contemplamos en María, es la obra que Dios quiere hacer en cada uno de nosotros, si somos dóciles, si nos dejamos conducir por él, si renunciamos a nosotros mismos en favor de acogerlo a él. Con la Virgen, en la medida que dejemos obrar en nosotros el amor de Dios, también nosotros estamos llamados a experimentar y proclamar: “El Poderoso ha hecho obras grandes en mí.”
Que nuestra oración en este día sea: Virgen Inmaculada, que yo ame la vida de la gracia más que nada en este mundo, y que antes prefiera morir que pecar, porque al pecar la perdería y caería en desgracia. Virgen María, no me dejes caer en la tentación y líbrame del Maligno. Amén.