viernes, 14 de abril de 2017

LA PASIÓN. San Alberto Hurtado

LA PASIÓN
Meditación del Padre Hurtado.
El cristianismo al que hemos sido llamados, desde que le dijimos a Cristo que queríamos seguirlo, es una configuración entera y total con Él, nuestro modelo, nuestra vida… Configuración total, por tanto sin excluir las cumbres de su vida de amor y donación que se manifiestan sobre todo en su Pasión dolorosa. Y todo esto, por mí… por mí, para elevarme a mí a la altura de su amor.
La piedra de toque del amor es el sacrificio. Muchos amigos tenemos mientras no hay sacrificio que hacer, pero al menor sacrificio, los amigos disminuyen; y ninguno ama a otro tanto, como el que da su vida por el amigo. Así nos lo reveló el mismo Jesús.
En esta meditación vamos a conocer cuál es el amor que Jesús nos ha tenido; tanto amó Dios al mundo que nos dio a su Hijo Unigénito y no sólo nos lo dio, sino que el Hijo Unigénito por nosotros fue dando todo cuanto podía dar, fue dándolo en la forma del mayor desprendimiento, y tomó sobre sí cuanto podía hacerlo sufrir, y todo por amor a mí…
Hagamos un sencillo recorrido de lo que Jesús dejó por mí. Todo lo que puede constituir el bienestar humano lo sacrificó Jesús por mí. Nació sacrificándolo todo, porque para nacer fue a buscar un humilde establo, lo más miserable que parecía existir sobre la tierra; luego fue prófugo en un país extraño, para darnos ejemplo de ese abandono de todo lo humano y descansar tranquilo en la confianza amorosa del Padre de los cielos… Vuelve a Nazaret y tiene un humilde pasar. Pero aún eso quiere dejarlo, porque aún hay algo mas que ofrecer…
Miremos nuestro bienestar, nuestra pieza, nuestra cama, nuestros muebles, nuestra casa, nuestro sistema de viajar… y miremos luego a Cristo, y sentiremos vergüenza. Y ¿quién es el sabio?: ¿El mundo que predica el confort como fin último? ¿O Cristo que nos enseña el desprendimiento de todo para manifestar el amor a la voluntad del Padre de los cielos? Serenamente miremos ese sublime ejemplo: ¡Cristo que todo lo deja, yo que tanto ambiciono para mí!!
Pobre había sido siempre el vestido de Cristo. Su túnica mojada en su propia sangre… pero ¡es su túnica! Y la ha de dejar para vestir el vestido de los locos, ser el hazme reír de todos… Se le despoja de todo: sus vestidos son distribuidos entre sus verdugos y sobre su túnica echaron suertes. Y el Rey del cielo, el que ha creado los astros, el sol y el follaje de las plantas, que viste a las aves del cielo y a los lirios del campo, por amor al hombre, por amor a mi, para enseñarme la sublime lección de sabiduría, el saber dejarlo todo cuanto está de por medio la voluntad de su Padre de los cielos, muere desnudo. Nada ha querido retener, ni siquiera un paño que cubra su cuerpo… ¿Y yo? Mi vestido…
Durante sus años de predicación comía lo que le daban. Ahora pide algo que apacigüe su sed, y le dan hiel y vinagre ¡Cuánto ha dejado Jesús! Señor, Señor, ¡qué vergüenza me da mi falta de mortificación llevada al extremo! Estoy atado por tantas consideraciones cuando se trata de la gloria de Dios.
¡Qué triste debe ser para un hombre ver el fracaso de su obra, el abandono de sus amigos! Jesús ha fracasado. El fracaso, el deprimente fracaso, también lo conoció Cristo. El Señor terminó su vida humanamente en el mayor de los fracasos. Toda su obra destruida, sus Apóstoles dispersos, su Vicario negándolo, Judas se suicida después de haber sido traidor… ¡Fracasos! ¿Tememos emprender algo por el fracaso? Pero ¡si no buscamos el éxito sino la gloria de Dios! Sepamos dejarlo todo por Cristo y sepamos que después de habernos sacrificado mucho se nos dejará a un lado, se nos arrinconará… los discípulos queridos no se acordarán; a uno quizás le negarán el saludo en la calle…
Cristo fracasó humanamente. Sepamos por Cristo no exigir éxitos, sino los puestos difíciles, los encargos duros, y cuando fuere necesario aceptar un fracaso, no negarle a Cristo nuestro Jefe lo que Él tomó y aceptó por mí.
Nuestro amor propio herido se subleva a veces ante un bochorno, un fracaso, una incomprensión, un chisme. Enrojezco, pierdo la paz, se me acaba la alegría. En esos momentos pensemos en Cristo. ¿Quién es Él? Y ¿cómo se le trata? Cuando uno ha visto esto no tiene ánimo para quejarse… Su paz y su consuelo. Cuando uno hace grandes sacrificios externos cuando se ve pospuesto a todos, calumniado, enfermo… un consuelo parece que tiene al menos el derecho de pedir: la paz interior, el gozo de darse cuenta que Dios está contento de su sacrificio, el contemplar en el fondo de su espíritu el rostro sereno de su Padre Dios…
Nosotros lo hemos dejado todo. No nos quejamos, ¡pero que Dios nos dé facilidad en la oración, serenidad, consuelo… la satisfacción de vernos crecer en santidad, la comprensión del sentido de nuestros esfuerzos y de nuestro sacrificio! Si queremos ser discípulos de Cristo crucificado, hasta eso hemos de renunciar: dame tu amor y gracia que eso me basta y no pido nada más. Tu amor, aunque yo ignore que me amas. Que estés tú contento. Eso basta.
En la noche de Getsemaní y probablemente durante todo el drama de la pasión triste estuvo el alma de Cristo, triste hasta la muerte, turbado, angustiado, casi enloquecido de dolor. Ni siquiera quiso reservarse aquello que hubiera parecido lo menos, la entereza de mostrarse inaccesible al dolor.
Y ante estos dolores ¡cómo explicarlo! Pero parece que el Hijo se hubiese despojado de su facultad de ser insensible a fin de ponerse mejor a nivel de su criatura y de su modo de sufrir.
Y esta desolación interior lo acompañó todo el tiempo de la Pasión… Triste está su alma hasta la muerte cuando con sus hombros hundidos bajo el peso de la Cruz camina al Calvario. Llega un momento en que no puede ocultar más tiempo su martirio, su muerte anticipada y volviéndose a su Padre le dice: Dios mío, Dios mío ¿por qué me habéis desamparado?
No le queda más que un sacrificio que ofrecer, el mayor de suyo, pero en este caso, el menor. Su vida. Ya la había dado, ya había entregado todo lo que puede hacer amable la vida, pero quiso dar la vida misma, y llevar su humana derrota hasta el fin: muerto por nosotros.
¿Dónde podrá encontrarse ni siquiera el símbolo de un amor semejante? Así amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito.
Me amó a mí, también a mí, y se entregó a la muerte por mí. Un aspecto fundamental de la vida espiritual es tomar enserio esta realidad; Dios y yo; no la turba… yo. Dios me ama a mí, muere por mí, viene a mí… Un hombre, yo, soy el centro del amor divino. Lo que hace por mí, lo hace con infinito amor personal. Si en una familia la madre ama a cada uno de sus hijos como si fuese el único, y aunque sean diez los hermanos si uno enferma o muere la madre enferma y quizás llega hasta morir de dolor porque es su hijo; en forma mucho más perfecta todavía Dios me ama a mí, y todo lo que hace lo hace por mí…
Si yo llegara a tomar en serio esta realidad. ¡Jesús muere por mí! ¡Qué arranques de amor sacaría de mi pobre alma, el comprender algo siquiera de lo que Cristo ha hecho por mí! ¡Mi vida sería entonces entera para Él! Si Él dio su vida por mí, dé yo mi vida por Él… y dándola como Él.