martes, 25 de abril de 2017

LAS LLAGAS DE SU MISERCORDIA. Homilía del Domingo de la Misericordia


DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA 2017
Como un mismo día y una misma fiesta, celebra la Iglesia la octava de la Resurrección del Señor: su victoria sobre la muerte y sobre el pecado.
La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe. Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe,  vana también nuestra esperanza. Y caigamos en la cuenta, que nuestra fe no es fruto de un indagación racional, de conclusiones de nuestro pensamiento, sino que la fe cristiana nace del encuentro con Cristo resucitado, se fundamente en sus apariciones a los discípulos.
Apariciones que hemos leído a lo largo de esta octava. Apariciones en las que Jesús quiere hacer nacer en sus discípulos la fe hacia su persona: No temáis, soy yo. Ellos estaban completamente abatidos, llenos de miedo y desilusionados ante el desenlace de la Pasión y Muerte del Maestro, creían que todo se había terminado. Aunque Jesús había anunciado su resurrección de entre los muertos al tercer día, ellos no lo habían entendido, ni lo esperaban.
“Muchos milagros hizo Jesús ante sus discípulos, que no están escritos en este libro. Mas éstos se han es­crito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.” –concluye el Evangelio de hoy.
Aquellos que no quieren reconocer la resurrección de Jesús, y en definitiva que es el Hijo de Dios, porque tal reconocimiento les obliga a tomar parte por Cristo o contra Cristo, explican la resurrección de Jesús como fruto de una fe predispuesta a ver a Jesús resucitado. Pero los relatos del Evangelio nos presentan una historia totalmente distinta: los apóstoles no creyeron a las mujeres que regresaban del sepulcro y "sus palabras les parecían una locura”, no obedecen al mandato de Jesús de ir a Galilea y se quedan en Jerusalén, cuando el Señor se les aparece dudan y piensan que ven un fantasma, y el mismo Jesús le echará en cara su incredulidad y su dureza de corazón. Será después de sus repetidas apariciones cuando los apóstoles crean y se conviertan en testigos de la Resurrección, será en la mañana de Pentecostés cuando llenos ya del Espíritu Santo proclamen sin miedo: Cristo ha resucitado.
Cada evangelista narra las apariciones y lo hace de una forma singular. No todos relatan las mismas; y a veces relatando las mismas, tienen detalles particulares. Intentemos reconstruir estas apariciones para formar nuestra fe y dar razón de ella a cuántos nos la pidiesen:


  • · En primer lugar, afirmar la aparición de Cristo Resucitado a la Virgen María, que aunque no registrada en los evangelios, es afirmada por la tradición y se hace necesaria a la misma lógica: ella que tuvo un papel único en la Encarnación siendo elegida como Madre de Dios y en la Redención fue asociada a su Hijo como Corredentora, ¿cómo no iba a ser la primera en recibir la alegre visita de su Hijo? Pues ella, solo ella, en su soledad aguardaba con fe viva el triunfo de su Hijo.
  • ·    Hemos de constatar antes de las apariciones, el hecho del hallazgo del sepulcro vacío: Antes del alba de la mañana de resurrección, María Magdalena encuentra el sepulcro abierto y anuncia que el cuerpo había desaparecido (Juan 20, 1-2). Llegan otras mujeres –con la intención de embalsamar el cuerpo de Jesús - y los ángeles les dicen que vayan a avisarle a los discípulos dándoles el mandato de que vayan a Galilea (Mateo 28,5-7; Lucas 24:1-9).  Pedro y Juan visitan el sepulcro y lo encuentran vacío (Juan 20, 3-10).
  • · Y ahora comienzan la serie de las apariciones:
  1. Jesús se le aparece a María Magdalena, que regresa al sepulcro.  (Juan 20, 11-18). Ella lo confunde con el cuidador del huerto y cuando él pronuncia su nombre, María lo reconoce.
  2.  A las mismas mujeres que habían encontrado el sepulcro vacío, en el camino hacia la ciudad,  Jesús se les aparece y les dice: No temáis; id, y decid a mis hermanos, que vayan a Galilea, y allí me verán. (Mateo 28, 9-10)
  3. Ya avanzada la mañana o a primeras horas de la tarde, Jesús se aparece a dos varones camino a Emaús: que lo reconocen al partir el pan. (Lucas 24, 13-33)
  4.  En este mismo día, el Señor se aparece a Pedro. Él, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos, ve antes que los demás al Resucitado y sobre su testimonio es sobre el que la iglesia naciente exclama: "¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!" (Lc 24, 34). (1 Corintios 15, 5)
  5.    En el anochecer del día de la Resurrección, Jesús se aparece en el cenáculos a los apóstoles, en ausencia de Tomás. Es la primera parte del Evangelio que acabamos de escuchar. (Juan 20, 24). Jesús les saluda con las palabras “Paz a vosotros”, los constituye en enviados a semejanza suya enviado del Padre, les insufla el Espíritu Santo, y les da la potestad de perdonar los pecados. Los apóstoles se lo cuenta a Tomás. Este no lo cree.
  6. A los ochos días de la resurrección, tal día como hoy, Jesús se aparece nuevamente a los apóstoles. Es la segunda parte del Evangelio de este día. Jesús ha resucitado, pero ha querido que en su cuerpo glorioso quedasen las marcas de sus Pasión, son la prueba de su amor. Son el argumento que presenta ante el Padre de lo mucho y lo caro que le hemos costado. Son para nosotros la continua llamada y reclamo a responder a su amor (Juan 20:26-29). Esas llagas benditas son las que nos han curado. Interpretemos la duda de Tomás no solo como el escepticismo ante la resurrección, sino como esa duda de un resucitado sin llagas… porque el Resucitado es el mismo que ha sido Crucificado. Tomás ve, toca y confiesa: “Señor mío y Dios mío.” Y el Señor hablando de nosotros afirma: “Bienaventurados los que crean si haber visto.”
  7. Demos gracias hoy por el don de la fe, afiáncemosla y renovémosla: nuestra fe es “más preciosa que el oro”, y aceptemos las pruebas de esta vida pues Dios nos acrisola como el oro se aquilata a fuego, para merecer el premio, gloria y honor en Jesucristo; y aquí la fuente de nuestra alegría: Jesucristo –que como dice el apóstol san Pedro: “sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas.”
Después de estas apariciones en la ciudad de Jerusalén, los discípulos van a Galilea. Y allí:
  1. Jesús se aparecerá a siete de sus discípulos que habían salido a pescar, sin obtener pesca alguna. Jesús realiza el milagro de la pesca milagrosa, y tras haber comido con ellos, encarga a Pedro la misión de apacentar la Iglesia. (Juan 21, 1-22)
  2. Después en un monte de Galilea, Jesús se aparece nuevamente a los once, dándoles el mandato de bautizar a todas las naciones. (Mateo 28, 16-20)
  3. Habrá también una aparición multitudinaria, según nos testimonia san Pablo en su carta a los corintios, a más de quinientas personas (1 Corintios 15, 6).
  4. También recibirá la visita de Jesús el apóstol Santiago, el menor, que quedara al frente de la Iglesia en la ciudad de Jerusalén (1 Corintios 15, 7)
  5. La última aparición del Señor, tendrá lugar en Jerusalén, antes de ascender al cielo (Hechos 1, 6-11).

Queridos hermanos:
Llenos de alegría en estas fiestas de Resurrección, celebramos la fiesta de la Divina Misericordia. Jesús mismo en sus apariciones privadas a una religiosa polaca, Santa Faustina Kovalska, se lo pidió y fue el Papa Juan Pablo II cuando en los últimos años de pontificado la instituyó para toda la Iglesia Universal.
La expresión del Apóstol san Juan: “Dios es amor” -resume todo el misterio de Dios y su revelación. Amor que se hace para nosotros misericordia: “En este mundo –dirá el Padre Pío- ninguno de nosotros merece nada; es el Señor quien es benévolo con nosotros, y es su infinita bondad la que nos concede todo, porque todo lo perdona.”
Ante la misericordia del Señor: también hoy como hace dos mil años, hay hombres duros de corazón, incrédulos, temerosos, obstinados… que no quieren ver, que no quieren creer; que como Tomás quiere ver y tocar, pruebas… para aceptar la fe. “Dichosos los que crean sin haber visto.”
Jesús, apareciéndose a esta humilde religiosa, vuelve a querer mostrar al mundo sus llagas, particularmente la de su costado de donde brota el agua y la sangre: agua que nos limpia de nuestros pecados, sangre que nos da la vida eterna. Como a Tomás, el Señor nos muestra su llaga abierta para que nos dejemos irradiar por su luz, para que nos introduzcamos en ella. Llaga del costado de Cristo que nos lleva a su corazón, un corazón que amado y que ama –porque está vivo- a los hombres hasta el extremo.
Ante el misterio de la Misericordia Divina, ojalá se despierte en nosotros los mismos sentimientos que inundaban el Padre Pío: “Siento cada vez más la imperiosa necesidad de entregarme con más confianza a la misericordia divina y de poner sólo en Dios toda mi esperanza.”  Guardaos de la ansiedad y de las inquietudes, porque no hay cosa que impida tanto el caminar hacia la perfección. Pon, dulcemente tu corazón en las llagas de nuestro Señor, pero no a base de esfuerzos. Ten gran confianza en su misericordia y en su bondad. Él no te abandonará jamás, pero no dejes por eso de abrazar estrechamente su santa cruz.”
Confianza en su misericordia, porque ante la experiencia de nuestro pecado, de nuestras tentaciones, de nuestras luchas podemos perder la esperanza de nuestra salvación y entonces acudamos a esa llaga abierta en el costado de nuestro Salvador: “Nos sostenga en pie la grata esperanza de su inagotable misericordia. Corramos confiadamente al tribunal de la penitencia donde él con anhelo de padre nos espera en todo momento.”
Acojamos la misericordia de Dios manifestada en Jesucristo y que se nos da en su Iglesia a través de los sacramentos.  Venid, adoremos, reconozcamos y demos gracias al Señor por su bondad, por sus continuas misericordias en nuestras vidas. Seamos también nosotros misericordiosos para con nuestros prójimos amando y perdonando como Cristo nos amó y nos perdonó. Y así, con la Virgen María, los apóstoles, Santa Faustina, San Juan Pablo II, nuestro Santo Padre Pío y todos los ángeles y santos del cielo entonemos un himno de alabanza y cantemos para siempre las misericordias del Señor, misericordias que no tienen fin. Que así sea. Así lo pedimos. Amén.