viernes, 22 de septiembre de 2017

PADRE PÍO: ODIEMOS EL PECADO. Homilía




PADRE PÍO: ODIEMOS EL PECADO
HOMILÍA DEL SEGUNDO DÍA DEL TRIDUO
Coincide nuestro segundo día del triduo, con la fiesta en honor a San Mateo Apóstol y Evangelista. Mateo era publicano -recaudador de impuestos para el imperio romano- , y por ello era considerado por los propios de su pueblo como un traidor e infiel a la religión judía, y por tanto igual a un pecador público. Además, estos cobradores de impuestos añadían una cantidad al impuesto oficial para su propio enriquecimiento. Era una práctica normal en ellos, pero hacían todavía más gravoso la situación de la gente, sobre todo de los más sencillos.
Jesús, viéndolo, en una situación de pecado, en el ejercicio cotidiano de su profesión, lo llamó. Y Mateo, levantándose lo siguió.  Mateo lo invita a su casa a comer junto con sus amigos –publicanos y gentes de malas costumbres- .  Esto fue motivo para que los fariseos dudasen y criticasen a Jesús.  Pero veamos que  esto será ocasión para que Jesucristo se declare como Médico y medicina de aquellos que están enfermos. “No son los que están sanos, sino los enfermos los que necesitan médico. Id, pues, a aprender lo que significa: Mas estimo la misericordia que el sacrificio; porque los pecadores son, y no los justos, a quienes he venido yo a llamar a penitencia.”
En nuestro camino de santidad y de amistad con Jesús, el pecado es el escollo que continuamente nos aparta de él y que nos desanima en nuestro combate. Dios detesta el pecado, porque él es la misma santidad. No hay nada más opuesto él. Pensemos en la consecuencia del pecado en los ángeles caídos (eternamente apartados de Dios en el infierno) y las mismas consecuencias desastrosas del pecado de Adán y Eva para todos nosotros (perdiendo los dones preternaturales y el paraíso). 
La Sagrada Escritura dice acerca de Dios: “Tú no eres un Dios que ame la maldad, ni el malvado es tu huésped, ni el arrogante se mantiene en tu presencia. Detestas a los malhechores, destruyes a los mentirosos; al hombre sanguinario y traicionero lo aborrece el Señor.” (Sal 5)
Dios odia y detesta el pecado porque nos separa de él, creando una barrera insalvable entre su justicia y santidad y nuestra desobediencia. La raíz de todo pecado está en la desobediencia a Dios, en querer ponernos nosotros en su lugar, en querer ser nosotros los que determinemos el bien y el mal, en no querer ser criaturas y querer ser dioses.
Dios odia el pecado que nos hace amar desmedidamente los bienes terrenos en un apego perverso hacia ellos: dinero, placer, comodidad, gustos…  Una apego a las criaturas, que nos lleva a un “amor de sí hasta el desprecio de Dios” en expresión de San Agustín.
Dios odia el pecado porque nos cierra a la verdad y nos hace vivir en tinieblas. El pecado es libertad falsa. El pecado siempre nace de la mentira, de la falsa seducción. El pecado ofusca nuestro entendimiento, ensucia nuestra mirada y entorpece nuestro corazón para comprender la verdad, para contemplar la belleza, para ansiar la justicia.
Dios odia el pecado porque nos esclaviza y nos priva de la libertad. La tentación ofrece libertad y felicidad a bajo coste, pero el resultado es insatisfacción y esclavitud a nuestros enemigos. Por el pecado nos convertimos en esclavos de Satanás, en esclavos del mundo y sus modas, en esclavos de nosotros mismos y nuestras pasiones, que somos muchas veces los peores tiranos de nosotros mismos.
Dios odia el pecado porque disminuye nuestro amor por él. Nadie puede servir a dos señores –no dice Jesús-. Pecado y amor de Dios son incompatibles. Y no nos engañemos, el que ama no peca. El apóstol san Juan lo recuerda en su carta: “Todo el que permanece en El, no peca; todo el que peca, ni le ha visto ni le ha conocido. Hijos míos, que nadie os engañe; el que practica la justicia es justo, así como El es justo. El que practica el pecado es del diablo, porque el diablo ha pecado desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó con este propósito: para destruir las obras del diablo. Ninguno que es nacido de Dios practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios. En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo aquel que no practica la justicia, no es de Dios; tampoco aquel que no ama a su hermano.” 1 Jn 3, 6-10
Nosotros hemos de imitar a Dios y como él debemos odiar el pecado. Tenemos su promesa de que él nos ayudará en nuestra lucha.
Comentando san Agustín el salmo Miserere afirma: Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.
Oigamos también a nuestro Padre Pío: “¡Yo odio el pecado! Dichosa nuestra patria si, como madre del derecho, quisiera perfeccionar sus leyes en este sentido, y sus costumbres a la luz de la honradez y de los principios cristianos.”
“No te importe perder, hijo mío, deja que publiquen lo que quieran. Temo el juicio de Dios y no el de los hombres. Que lo único que nos asuste sea el pecado, porque ofende a Dios y nos deshonra.” 

La vocación de San Mateo, la actitud de Jesús hacia él y sus amigos, ha de llenarnos de gozo, porque Dios nunca da por perdido a un pecador. Él siempre estará ahí, buscando, tendiendo lazos, dando gracias para que pueda salvarse… pues Dios tiene mayor interés en salvarnos que nosotros mismos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que sean justos.
Quizás sintamos muchas veces el desaliento y la pérdida de la esperanza en nuestra lucha contra el pecado. Tenemos que odiar el pecado, pero con serenidad. Nos lo dice Padre Pío:  Marchad con sencillez por el camino del Señor y no atormentéis vuestro espíritu. Tenéis que odiar vuestros defectos, pero con un odio tranquilo y no con el que inquieta y quita la paz.”
La actitud de Dios para con el pueblo, así como la de Jesús, es el modelo de nuestra actitud hacia nosotros  mismos y también hacia aquellos que viven alejados de Dios en el pecado. Eso no implica, como algunos quieren hacernos entender, que el pecado se justifique y que la misericordia de Dios sea como esa cortina que lo tapa todo. La actitud de Dios es la misericordia: misericordia que nosotros hemos de vivir con ese doble axioma que el Papa Benedicto XVI recordó a toda la Iglesia: “caridad en la verdad” y “la verdad en la caridad”.
El amor de un padre o una madre hacia un hijo es verdadero cuando nos corrige, nos señala nuestros defectos, nos invitan a mejorar y cambiar. Pues Dios actúa así hacia nosotros. El amor de Dios sería falso si no dejase en el error, abandonados en el pecado y sin llamarnos a volvernos hacia a él.
Veamos que caridad tan delicada la del Padre Pío hacia los pecadores: “Quiera Dios que estas pobres criaturas se arrepintieran y volvieran de verdad a él. Con estas personas hay que ser de entrañas maternales y tener sumo cuidado, porque Jesús nos enseña que en el cielo hay más alegría por un pecador que se ha arrepentido que por la perseverancia de noventa y nueve justos. Son en verdad reconfortantes estas palabras del Redentor para tantas almas que tuvieron la desgracia de pecar y que quieren convertirse y volver a Jesús.”
Nuestra oración y nuestros sacrificios por la conversión de los pecadores es muy importante y necesaria. ¡Hay tantos que viven alejados de Dios, en nuestras propias familias…!
Dios envió a su Hijo para salvar a los pecadores. Jesucristo, el Hijo de Dios, aceptó sufrir y morir por ellos. La Virgen Santísima se ofrendó junto con su Hijo para la salvación de los pecadores. Hagamos nosotros también algo. Sigamos este consejo del Padre Pío: “Soporta por amor a Dios y por la conversión de los pobres pecadores las tribulaciones, las enfermedades, los sufrimientos. Defiende al débil, consuela al que llora.”
Que la intercesión de san Mateo y san Pío de Pietrelcina nos obtenga nuestra propia conversión y la de nuestros familiares y amigos. Que así sea. Amén.