domingo, 1 de abril de 2018

"¡SURREXIT!" Beato Saturnino Ortega

¡SURREXIT!

Cerró la noche, y su pesado velo,
tímidas las estrellas no rasgaron,
ni el sepulcral silencio con su vuelo
los pájaros nocturnos perturbaron;
la tierra triste, enojado el cielo,
bien a todas las razas declararon
que con el hombre que en la cruz moría
la lumbre de las almas se extinguía.

Pues la vida era Él, por eso mismo,
cuando baja a los senos de la tumba,
presintiendo la muerte el cataclismo,
pasea por la tierra su balumba;
¡ah!, que coexistir en el abismo,
no puede con aquel que la derrumba,
y así la noche aquella, muy inquietos,
se sintieron vagar los esqueletos.

Fantasmas de siniestra catadura
dan a la noche misteriosa vela,
se oye de los barrancos en la hondura
monótona y medrosa cantinela,
como el chisporroteo con que apura
su postrimer aliento la candela,
mientras que en su triunfo adormecida
yace Jerusalén la Deicida.

¡Y qué triunfo el suyo! ¡Qué victoria!
al humilde y mansísimo cordero
que convidaba al pobre con su gloria
y sólo bien hacía al mundo entero,
tras una causa inicua e irrisoria,
azótale cruel, en vil madero
le hace clavar, y cuando triste muere
aun con saña feroz su pecho hiere.

Y ni aun muerto la mísera reposa,
que atrevida y procaz con Él desciende
hasta las lobregueces de la fosa;
encerrado su cuerpo, activa atiende
a precintar la funeraria losa;
pone guardias sobre ella, así pretende
resistir a los cielos ¡qué locura!
o convencer al Justo de impostura.

Mas ya el imperio de la noche fina,
las sombras rasgan su tupido velo,
luz de aurora rosada, purpurina
clarea en el azul, hermoso cielo,
para dicha de todos se avecina
el día más hermoso que vio el suelo,
en las alturas el querube canta,
y del polvo la Vida se levanta.

Resucita, Jesús, el bando impío
aún ocultar intenta su derrota;
mas ¿qué valen argucias ante el brío
con que la iniquidad su mano azota?
reconquistó el Señor su poderío
y fue anegada la enemiga flota,
allí está su esplendor, el Santo Fuerte,
hollando los despojos de la muerte.

Él es Jesús, el Hijo del Eterno,
que de una Virgen en la pura entraña
encarnó, y por librarnos del averno
en el pobre portal de una cabaña
vino a nacer, cuando el helado invierno
recubría de nieves la montaña,
y la noche callada y pavorosa
mediaba en su carrera misteriosa.

A los ojos del mundo, el artesano,
hijo de humilde obrero que en labores
serviles ocupar debe su mano
y comerse su pan entre sudores,
obrador de prodigios, soberano,
Maestro que confunde a los Doctores,
sin que a sus enseñanzas asistiera,
ni las letras humanas aprendiera.

Viéraisle predicando su doctrina
que inefable amores atesora,
del campo en la aromática colina
o sobre humilde barca pescadora,
a muchedumbre que a su voz se inclina
y penitente sus pecados llora,
¡ah!, y vuestro corazón también llorara
y rendido a Jesús se le entregara.

Que era Él la dulzura de los cielos,
El encanto del alma, su armonía,
El sol resplandeciente que los hielos
De la dura conciencia derretía;
Por eso iban a Él los pequeñuelos
Como las aves van buscando el día;
Conociendo al Señor de los Señores,
¿quién pone en otra cosa sus amores?

Alcemos, pues, cristianos, la mirada
arriba, nuestra patria, que es la gloria,
Jerusalén la excelsa libertada,
y al recordar de Cristo la victoria
sobre la muerte lúgubre alcanzada,
bien podemos decir, no es ilusoria
nuestra fe en lo inmortal, ¡al Cielo! ¡al Cielo!
Nos precede Jesús, nuestro modelo.